Hoy volví a casa después de trabajar durante todo el día y comencé a experimentar sensaciones extrañas, sensaciones que desde hacía mucho tiempo no vivía en carne propia. No hay dudas que estoy comenzando a transitar el tan detestable "síndrome de abstinencia". Lo descifré en el momento en el que mi maridito comenzaba a atacar una exquisita picada repleta de jamones, quesos, escabeches y cantidades exageradas de pancitos artesanales recién horneados.
Creo que, luego de observar aquella imagen que mi querido esposo junto con tres amigos más personificaban, sentí por primera vez en toda mi existencia, deseos de matar a alguien. Lisa y llanamente asesinarlo.
Alterada, comencé una guerra desenfrenada contra los 50 gramos de queso que aun tenía disponible e intenté atontar a mi estómago demandante con litros de agua mineral.
Acto seguido, preparé el mate y me dispuse a saborear aquella infusión como si estuviera disfrutando de un plato exquisito.
Ya no quedaban alimentos posibles de masticar hasta la cena, así es que comencé una lucha desesperada por engañar a mi cuerpo y todo lo que, el muy maldito, estaba pidiéndome a gritos.
Derrotada, en un momento de distracción de los muchachos, me acerqué sigilosamente hacia la tabla en cuestión y casi sin pensarlo, capturé uno de los pocos cuadraditos de jamón crudo que todavía quedaban, era el momento... nadie notaría la ausencia de ese escuálido bocado y yo, con algo tan insignificante, volvería a la normalidad. Tenía que engullirlo, no había dudas.
Pasaron unos segundos, que para mí fueron años, en el que intenté convencerme del pecado y en el mismísimo instante que el jamón comenzaba a acercarse a mi boca, mi marido pegó un alarido desesperado.
Lejos de masticar aquel mísero pedazo de fiambre, lo estampé contra el piso gracias al susto que me había pegado. Pensé en asesinar a aquel ser humano indigno, que ponía en evidencia aquel suceso, sin embargo entendí que lo hacía por mi bien. Fueron segundos de ira, vergüenza, insatisfacción. Pero al instante, mucho, pero muchísimo agradecimiento.
Definitivamente no debía hacerlo, porque de lo contrario tanto esfuerzo hubiera sido en vano.
Me acerqué hasta él y lo besé agradeciéndole el gesto, pero eso sí, le supliqué que por tres meses evitáramos picadas, pastas caseras, asados con amigos y cualquier otro evento que pudiera convencerme de abortar tremendo objetivo, por alguna exquisitez grastonómica.
Veremos como seguimos...

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